El peso de una deuda que nunca firmé

En el colegio tuve una gran maestra, de esas que uno no olvida. Sus clases de matemáticas eran claras, bien explicadas, y lo que más destacaba era su calidez. Tenía humanidad, y eso en un aula se nota. Por eso, durante mucho tiempo, la recordé con respeto y cariño.


Pasaron 28 años sin hablar con ella.

Y no fue por rencor ni nada raro, simplemente no soy de mantener vínculos. No soy muy cercana, ni siquiera con muchos de mis propios amigos. Para mí, lo que fue, fue. Las relaciones no necesitan arrastrarse para tener valor.


Y entonces, un día, ella reapareció.

No porque la vida nos cruzara, no por casualidad. Buscó a mi hermano, le pidió mi número varias veces hasta que él, cansado, se lo dio. Y ahí empezó el desfile de llamadas y mensajes.


Después de casi tres décadas sin contacto, no vino con un "¿cómo estás?" ni con curiosidad sincera. Lo que traía eran favores:

— “Ayúdame a conseguir trabajo para tal persona…”

— “¿Podrías prestarme un dinerito?”

— “Tú que conoces a gente, colabora con esto…”


Y aunque fue mi profesora y le agradezco las enseñanzas que me dio, ella debería estar ganando mucho más que yo… y no le queda nada bien estar pidiéndole dinero a sus exalumnos.


Con el tiempo me di cuenta de algo: esto no fue un hecho aislado. Es una costumbre. Una mala costumbre que ella adquirió —o alimentó— con los años: la de creer que puede pedir, insistir, usar vínculos antiguos como si fueran una carta abierta.

Y eso ya no es afecto.

Eso es un hábito desgastante, una forma de relacionarse que termina dejando mal sabor.


Y no fui la única.

Después supe que ha hecho lo mismo con otras personas, a quienes contactó usando el mismo pretexto del pasado compartido.


Yo no le presté.

Porque no presto dinero, estoy ahorrando, estoy construyendo algo para mí, y aprendí que poner límites no te hace mala persona, te hace alguien que se cuida.


Así que tomé una decisión: la bloqueé.

No con rabia. Sino porque yo prefiero mantener la diplomacia que mi papá me enseñó.

Porque sé que si la conversación seguía, iba a terminar diciendo cosas que no iban conmigo, cosas que no quiero decir, ni siquiera cuando tengo razón.



Por si a alguien le sirve:


A veces, las personas que admiraste se convierten en otras que no sabes cómo manejar.

Y toca aceptar que el pasado no da derecho sobre tu presente.


Si alguien viene a ti con exigencias disfrazadas de nostalgia, recuerda:

no estás obligada a dar lo que no te nace. Ni siquiera a quien una vez respetaste mucho.


Porque el respeto no se hereda.

El respeto se sostiene.

Y cuando no se sostiene…

uno tiene todo el derecho a irse en silencio, con la frente en alto y el corazón intacto.

Comentarios

Entradas populares