La imprudencia de mi lengua



 

Desde que era niña, la sinceridad ha sido parte de mi esencia. No era que quisiera llamar la atención ni herir a nadie, simplemente decía lo que pensaba, sin filtros. Todo salía directo, sin pasar por ningún tipo de revisión interna. Así de simple. Así de peligroso también.

Mis papás, con todo su amor, intentaban prepararme para situaciones sociales. Antes de visitar familiares o ir a reuniones, me advertían con delicadeza: “Vamos a ir a tal parte, cuidadito dices esto o lo otro”. Y es que ellos sabían que, si algo me rondaba la cabeza, era cuestión de segundos para que se me escapara por la boca. Sin malas intenciones, claro, pero sin medir el impacto.

Con los años, esa tendencia se mantuvo. Decía cosas que, aunque fueran ciertas, no me correspondía decir. O que simplemente no eran oportunas. En muchas ocasiones me di cuenta tarde, cuando ya la incomodidad se notaba en el ambiente… y en los rostros.

Pero hubo un día, un momento específico, que fue como una bofetada de realidad. Un episodio que se convirtió en mi verdadero “trágame tierra”.

Estábamos en una reunión familiar. Todo fluía con tranquilidad: charlas, risas, comida compartida. En medio de una conversación con la suegra de alguien muy cercano, sin pensarlo mucho —como solía pasar— solté la siguiente frase:
“¡Ay, pero si ya usted es señorita otra vez! Como la operaron y así quedó…”

Sí. Lo dije. Tal cual. Y tan pronto como esas palabras salieron de mi boca, el mundo se me vino encima.

Fue como si el tiempo se congelara. El aire se volvió denso. Todos se quedaron en silencio. Las miradas… las miradas fueron como flechas que se clavaban con fuerza. Y la expresión en el rostro de ella fue suficiente para entender que había metido la pata hasta el fondo.

Ahí fue cuando lo sentí, de verdad: ese deseo profundo de que la tierra se abriera y me tragara. De desaparecer, borrarme del lugar, retroceder el tiempo. Cualquier cosa, menos quedarme ahí parada sintiendo el peso de lo que acababa de hacer.

No lo dije por mal. No lo dije para avergonzar a nadie. Simplemente no pensé. Fue una imprudencia monumental. Una metida de pata histórica.

Y fue también un punto de inflexión.

Desde ese día empecé a cambiar. A callar más, a pensar mejor. Aprendí que no todo se dice. Que hay verdades que no me pertenecen, que el respeto por la intimidad del otro está por encima de cualquier impulso verbal.

No fue de un día para otro. Aún tropiezo, aún tengo momentos en los que mi lengua quiere correr más que mi conciencia. Sí, todavía la sigo embarrando a veces. Pero ahora respiro, evalúo, me detengo.

Sigo siendo honesta, pero aprendí que también puedo ser cuidadosa. Que se puede hablar con el corazón, sin dejar de lado la empatía. Y que, a veces, el silencio también es una forma de amor.

Porque sí, aprendí que las palabras tienen un peso, una energía. Que lo que decimos puede abrir o cerrar puertas, sanar o herir, construir o destruir.

Esa vez quise que la tierra me tragara. Hoy, agradezco que no lo haya hecho. Porque gracias a ese momento tan incómodo, empecé a crecer.

¿Y tú? ¿Has tenido un momento de esos “trágame tierra”? ¿Alguna vez dijiste algo que después quisiste borrar del universo? Te leo

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