La sinceridad inmensa de los niños (y el poder del ejemplo)
La sinceridad inmensa de los niños es algo que siempre me ha conmovido. Hay una etapa en la que dicen lo que sienten y piensan con total transparencia. No hay filtros, no hay disfraces. Sólo verdad. Una verdad que a veces incomoda, pero que siempre enseña. Escuchar a un niño hablar desde su autenticidad puede ser una lección profunda si sabemos prestarle atención.
Recuerdo cuando mi hijo era pequeño. Yo me esmeraba por inculcarle buenos modales: decir buenos días, buenas noches, hasta mañana, por favor, permiso, gracias. Palabras que parecen simples, pero que reflejan respeto, empatía y consideración hacia los demás. Él las decía con una dulzura y convicción que me enternecían, y yo me sentía satisfecha pensando que estaba sembrando valores importantes en su corazón.
Hasta que un día ocurrió algo que me dejó pensando. Alguien cercano le dijo: “¡Quítate!”
Y mi hijo, con esa sinceridad tan suya, le respondió sin dudar:
“No se dice ‘quítate’, se dice ‘permiso’.”
No sólo me sorprendió su capacidad para recordar lo que le había enseñado, sino la firmeza con la que lo expresó. No lo dijo desde la rebeldía, sino desde la certeza de que había algo que no encajaba, algo que no era coherente con lo que le habíamos enseñado en casa. Ese momento fue un espejo para todos los adultos presentes.
Me hizo pensar en cuántas veces decimos una cosa, pero hacemos otra. En cómo los niños, con su mirada atenta y su lógica sencilla, detectan esas contradicciones con una sensibilidad que muchas veces subestimamos. Ellos aprenden con el ejemplo, no sólo con las palabras. Observan cómo tratamos a los demás, cómo respondemos en momentos de estrés, cómo nos dirigimos a quienes nos rodean. Y, lo más importante, replican eso.
Con el paso del tiempo, muchos de nosotros vamos perdiendo esa sinceridad natural. Aprendemos a callar por prudencia, a disfrazar lo que sentimos para encajar, a no decir todo lo que pensamos. Y está bien, porque la madurez también trae consigo la conciencia del contexto, del momento adecuado, del impacto de nuestras palabras. Pero no deberíamos perder del todo esa capacidad de ser auténticos, de expresar con honestidad y respeto lo que pensamos.
Criar con el ejemplo es un compromiso profundo. Requiere revisar nuestras propias palabras, pero sobre todo, nuestras acciones. Porque los niños nos observan incluso cuando creemos que no, y con su inmensa sinceridad nos devuelven una versión de nosotros mismos que muchas veces no queremos mirar, pero que necesitamos ver.
Ellos, con su inocencia, nos recuerdan lo valioso que es vivir con coherencia, y nos enseñan que el respeto se transmite más con los hechos que con los discursos. Al final, ellos no sólo están aprendiendo a ser personas... también nos están ayudando a ser mejores adultos.
¿Te ha pasado algo similar con tus hijos, sobrinos o alumnos? ¿Alguna vez te sorprendió su sinceridad? Me encantaría leerte en los comentarios.
Los niños son sinceridad pura. Tú puedes inducirlos a que mientan, y pueda que lo hagan; pero ellos de su propia iniciativa prefieren no hacerlo.Muy buen escrito deja muy buenas reflexiones. Si el mundo viviera bajo la óptica de los niños otra cosa sería...
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