El valor intangible de un libro
Hay libros que simplemente pasan por nuestras manos.
Los leemos, los disfrutamos y los dejamos en la estantería, donde quizás algún día vuelvan a ser abiertos. Pero hay otros… otros que no pasan. Se quedan. Nos marcan. Se adhieren al alma como una nota entre líneas que nunca se borra del todo.
Hoy quiero hablarte de esos libros. De esos que se vuelven tan personales que dejan de ser sólo un objeto. Se convierten en compañía, en refugio, en espejo. A veces, incluso, en carta de despedida o de reencuentro.
En mis manos he tenido al menos tres libros que dejaron huella. Uno de ellos fue Vitaminas diarias para el espíritu. No recuerdo bien cómo llegó a mi familia, pero sí recuerdo que mi papá me regaló una copia y que escribió una dedicatoria a mano. No me acuerdo exactamente qué decía, pero sé que era especial. De esas frases que, aunque se olvidan con el tiempo, te dejan una sensación que nunca se va. Ese gesto hizo que ese libro dejara de ser meramente un libro. Se convirtió en un tesoro. Lo presté una vez. No recuerdo a quién. Y nunca regresó. Y dolió más de lo que pensé que dolería perder un libro.
Otro fue Si hubiera un mañana, una historia sobre una mujer que pasa por muchas pruebas, traiciones, injusticias. Y cómo, en medio de ese dolor, se transforma en alguien fuerte, audaz, decidida. No todo lo que hizo fue legal ni correcto, pero la vida tampoco fue justa con ella. Esa historia me atrapó porque me recordó que a veces la vida nos rompe… pero también nos reconstruye. Que la fuerza no siempre se ve como imaginamos: a veces es resistencia silenciosa, otras veces, una decisión a contracorriente.
Ese libro también lo presté. Y tampoco regresó. Cuando me di cuenta, sentí como si una parte de esa historia se hubiese ido para siempre. Y quizás fue así.
Y luego está A Walk to Remember (Un paseo para recordar). Este libro fue especial por una razón distinta: fue el primero que intenté traducir al español cuando apenas comenzaba a entender el inglés. Me lo propuse como reto, como ejercicio, como puente entre mis dos lenguas. Traducirlo fue una forma de vivir la historia dos veces. De apropiármela. Me hizo enamorarme más del idioma y también me conectó con una parte de mí que quería expresarse de otra forma.
Otros libros también me marcaron: las aventuras extraordinarias de Julio Verne, que alimentaron mi imaginación, y los de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, como La fuerza de Sheccid y Sangre de campeón, que me hablaron justo cuando necesitaba dirección, fuerza o consuelo. Lo curioso es que no me considero una lectora voraz. Me encanta escribir, pero leo únicamente lo que me mueve, lo que me toca. Y cuando un libro logra eso, entonces se queda conmigo. No lo olvido.
Con el tiempo he aprendido una lección que quizá muchos ya conocen, pero que uno realmente comprende cuando ésto le ocurre: no todos los libros deben prestarse. Y no se trata de egoísmo, sino de amor. De apego. Porque hay libros que ya no son sólo libros: son recuerdos vivos. Llevan dentro risas, lágrimas, subrayados, pensamientos, emociones, una esquina doblada en la página exacta donde algo nos cambió, una nota al margen escrita en una madrugada difícil. Son parte de nuestra historia.
Prestar un libro así es como entregar un pedazo de uno mismo sin garantía de que volverá. Y muchas veces no vuelve. Como me pasó a mí.
Por eso, cuando alguien me pide uno de esos libros especiales, me cuesta decir que sí. No porque no quiera compartir, sino porque ya aprendí que hay cosas que, cuando se pierden, no se reemplazan con otra copia. Puedo comprar otra edición de Vitaminas diarias para el espíritu, sí, pero no volveré a tener la dedicatoria de mi papá. Ni el momento en el que lo recibí. Ni el olor de ese ejemplar exacto. Tampoco podré revivir la emoción de subrayar por primera vez una frase de Si hubiera un mañana.
Escribo esto como una confesión personal y como una invitación a comprender. A ver con otros ojos el valor que algunos libros tienen para quienes los guardamos. Si alguna vez alguien te dice que no puede prestarte un libro, no lo tomes a mal. Tal vez ese libro es su refugio. Su ancla. Su memoria más intacta.
Así que, si tienes un libro que te ha tocado el alma, cuídalo. Protégelo. No sientas culpa si decides no prestarlo. Porque hay cosas que se comparten con palabras, pero se protegen con silencios.
Al final, los libros no solo nos cuentan historias. También nos ayudan a escribir la nuestra.
¿Tienes un libro que marcó tu vida?
Cuéntame en los comentarios cuál es ese libro especial que nunca quisiste prestar, y por qué. Me encantaría leer tu historia y compartir juntos este cariño por los libros que guardamos en el alma.
Yo nunca he prestado un libro porque sé que casi nunca los regresan, prefiero pasar por egoísta jajaja mis dos libros favoritos son cien años de soledad y orgullo y prejuico, ambos los he releído varias veces y cada vez me siguen enamorando igual
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